Es importante advertir
que El Alquimista es un libro simbólico, a
diferencia de El
Peregrino de Compostela (Diario de un mago), que fue
un trabajo descriptivo.
Durante once años de mi
vida estudié Alquimia. La simple idea de
transformar metales en
oro o de descubrir el Elixir de la Larga Vida ya
era suficientemente
fascinante como para atraer a cualquiera que se
iniciara en Magia.
Confieso que el Elixir de la Larga Vida me seducía
más, pues antes de
entender y sentir la presencia de Dios, el pensamiento de que todo se acabaría
un día me desesperaba. De manera que,
al enterarme de la
posibilidad de conseguir un líquido capaz de
prolongar muchos años mi
existencia, resolví dedicarme en cuerpo y
alma a su fabricación.
Era una época de grandes
cambios sociales (el comienzo de los años
setenta) y en Brasil no
se encontraban aún publicaciones serias sobre
Alquimia. Al igual que
uno de los personajes del libro, comencé a
gastar el poco dinero
que tenía en la compra de libros importados y
dedicaba muchas horas
diarias al estudio de su complicada simbología.
Intenté ponerme en
contacto con dos o tres personas en Río de
Janeiro que se dedicaban
seriamente a la Gran Obra, y rehusaron
recibirme. Conocí
también a muchas otras que se decían alquimistas,
poseían sus laboratorios
y prometían enseñarme los secretos del Arte
a cambio de verdaderas
fortunas; hoy me doy cuenta de que en
realidad no sabían nada
de lo que pretendían enseñarme.
A pesar de toda mi
dedicación, los resultados eran absolutamente
nulos. No sucedía nada
de lo que los manuales de Alquimia afirmaban
en su complicado
lenguaje. Era un sinfín de símbolos, dragones,
leones, soles, lunas y
mercurios, y yo siempre tenía la impresión de
hallarme en el camino
equivocado, porque el lenguaje simbólico
permite un gigantesco
margen de error. En 1973, ya desesperado por la
falta de progresos,
cometí una suprema irresponsabilidad. En aquella
época yo estaba
contratado por la Secretaría de Educación del Mato
Grosso para dar clases
de teatro en dicho estado, y decidí utilizar a mis
alumnos en laboratorios
teatrales cuyo tema era la Tabla de la
Esmeralda. Esta actitud,
unida a algunas incursiones mías en las áreas
pantanosas de la Magia,
hizo que al año siguiente yo pudiera sentir en
mi propia carne la
verdad del proverbio: El que la hace la paga. Todo
a mi alrededor se
derrumbó por completo.
Pasé los siguientes seis
años de mi vida en una actitud bastante
escéptica en relación a
todo lo que tuviese que ver con el área mística.
En este exilio
espiritual aprendí muchas cosas importantes: que sólo
aceptamos una verdad
cuando previamente la negamos desde el fondo
del alma; que no debemos
huir de nuestro propio destino, y que la
mano de Dios es
infinitamente generosa, a pesar de su rigor.
-Alejandro Villalobos A.-
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